martes, 26 de marzo de 2013

Destino, casualidad y conocimiento.

Siempre me he preguntado si existe el destino y cómo funciona. Siempre me he preguntado hasta dónde llega la casualidad y hasta dónde estamos predestinados... cuánto podemos decidir realmente sobre nuestra vida.
Puede que a muchos os parezca raro que plantee esta incógnita tan directamente, que no escriba un poema, un texto bonito, una metáfora narrada con la voz de un desconocido... La verdad, no sé muy bien por qué lo estoy haciendo; por qué he tomado esta decisión. Quizá también haya sido cosa del destino.

En este tema -por mucho que haya meditado en mi vida, por mucho que haya discutido con amigos y por mucho que haya leído al respecto- siempre me he sentido confusa e insegura. Ninguna de las respuestas que nadie me ha dado ha logrado convencerme y ni siquiera estoy segura de mi propia teoría.

Me niego a creer que todo está decidido de antemano. Simplemente me niego. ¿Os habéis parado a pensar en lo que costaría eso? Todas nuestras vidas -incluído cada latido del corazón- planificadas al segundo. Todos nuestros pasos, nuestras palabras, pensamientos, cada vez que tragas saliva y parpadeas... en TODAS LAS PERSONAS a la vez. Marea de sólo pensarlo.
Pero tampoco quiero creer en la casualidad. También suena muy cruel... Abandonados a nuestra suerte, sabiendo que todo podría haber sido distinto... Que somos pelotas numeradas al azar, girando en el interior de una jaula, esperando nuestro turno para salir y ser anunciadas... Un juego de lotería en el que quizá las cosas podrían haber sido de otro modo. Que podrías haberlo hecho mejor o peor; pero que, al fin y al cabo, todo es enteramente culpa tuya.

Mi teoría, la que yo QUIERO creer: Hay cosas que  están preescritas de varias formas distintas. Varios finales para cada historia y varios caminos para llegar a cada uno de ellos. Hay cosas que de una forma u otra han de pasar, pero son nuestros actos, nuestras decisiones y nuestras reacciones las que nos conducen a una conclusión concreta.

Quizá no esté en lo cierto pero, ante la incertidumbre de los extremos, yo he elegido el equilibrio del término medio. Porque me consuela creer que no estoy desamparada pero también que puedo tener opción.
Quizá por no darle ni muchas ni pocas vueltas, quizá por miedo, quizá por cobardía,... quizá por no enfadarme sólo conmigo misma ni tampoco cargarle con toda la culpa a las moiras por todo aquello en mi vida que podría haber sido y no fue.

Porque en toda mente hay preguntas sin respuesta y en toda alma hay miedos sin resolver; pero no por eso cesamos de preguntar o de sentir.
Porque soy humana... porque somos humanos.

Porque, por no saber, no sabemos ni lo que podremos llegar a saber.



Y vosotros, ¿qué sabéis, creéis y creéis saber?





miércoles, 13 de marzo de 2013

La manzana y su manzano.

Un día una manzana
al suelo se cayó,
rebotó sobre la hierba
y en la tierra se hundió.
Pequeños animales
corrían a su alrededor,
el rocío la acariciaba
y la observaba el sol.
Guardaba la manzana
celosa en su corazón
un espíritu propio,
su alma en su explendor.
El manzano, cerca de allí,
contemplaba con orgullo y pasión
al pequeño y débil fruto,
falsa promesa de reencarnación.
La pequeña manzana, un día,
de pronto desapareció
y, en su lugar, crecieron ramas,
un tronco, hojas, una flor...
Las raíces sujetaban al suelo
un árbol digno de admiración
que surgió de una manzana,
regado por el agua y el sol.
Aún así el árbol fue un árbol;
no un reflejo, copia, u opción,
fue su propio espíritu libre,
escribió su propia canción,
cobijó a sus propios pájaros,
se meció en el aire con amor;
sin olvidar de dónde venía
pero escogiendo su propia dirección,
pues al final sólo somos quienes somos,
sin importar la manzana, semilla o flor.



miércoles, 6 de marzo de 2013

La maleta del náufrago



   Os voy a contar mi historia, una historia extraña pero no inusual, una reacción mala pero bastante habitual. Os voy a contar la historia de mi naufragio.

   Me llamo Santiago, Santiago Ferrer Ordóñez y soy un español de a pie, como otro cualquiera, de clase media. Mi trabajo consiste en proporcionar nuevas relaciones de negocios para una pequeña empresa y suelo viajar al extranjero con frecuencia, aunque siempre en avión... hasta hace un mes.

   Poco antes de mi último viaje, una llamada de última hora desde administración me comunicó que existían ciertos problemas con el vuelo y que, para llegar a tiempo, debía tomar un ferry esta vez. Para mis oídos, sonó tedioso. ¿Quién diría que se convertiría en la mayor lección de mi vida?

   Una vez embarcado, los desastres comenzaron a sucederse unos de otros: Mi maleta debía quedarse conmigo todo el trayecto, lo que suponía un primer estorbo; el dichoso barco estaba plagado de adolescentes gritones que volvían de una excursión; el barco comenzó a tambalearse demasiado por la diferencia de corrientes, provocándome un mareo;...

   Antes de que pudiese recuperarme y ser consciente de lo que pasaba, el barco se paró. No sé muy bien por qué ni encontré quién supiese o quisiese explicármelo de nuevo. Sólo sé que se paró. Que la gente recogió todas sus pertenencias. Que nos hicieron dirigirnos hacia un extremo. Que, cuando quise darme cuenta, me encontraba embutido en un chaleco salvavidas a bordo de una barca hinchable... con parte del grupo de graciosillos ruidosos.

   Sí, he dicho graciosillos. Sí, era sarcasmo. Sí, liaron alguna estupidez en la barca... Nada más y nada menos que sacar una navaja de viaje y pincharla. ¿Conclusión? Nos fuimos todos al agua: los chavales, el encargado de nuestra barca, yo... y mi maleta, que en ese momento decidió que era hora de despegar sus alas e intentar volar... Lo que para ella significó abrirse de golpe y dejar “volar” todas las pertenencias que tenía en su interior.

   No lo dudé ni un segundo, hinché mi chaleco y nadé hacia la solitaria pieza de tela cuyo relleno flotaba ingenuamente a su alrededor. El encargado de nuestra barca me insistía en que volviese, que me agarrase a los restos de la embarcación, pero yo no le oí. O no quería oírle.

   Comencé a llenar la maleta con mis cosas. Una a una. Durante varios interminables minutos me esforcé en recolectar todas las piezas que aparecían en mi camino, poniéndolas “a salvo”, cargando con todas ellas. Al fin y al cabo, eran mías, era yo quien debía guardarlas a buen recaudo. ¿Qué clase de buen ciudadano deja que sean los demás quienes carguen sin merecerlo con sus penas? Yo no, desde luego.

   Pero como el avaro cuya historia le relata Patronio al Conde Lucanor, a pesar de mi chaleco, por el peso de la maleta comencé a hundirme. El encargado de la barca me lo decía a gritos, pero no le oí. O no quería oírle.

   Durante angustiosos minutos, intenté nadar de regreso hacia la nueva balsa que había acudido en nuestra ayuda. Nadé con toda la fuerza de mis piernas y uno de mis brazos. Traté de respirar hondo y avanzar deprisa, pero mi peso me frenaba. Yo no me daba cuenta de cuán aparatosa era mi carga inútil y ya inservible o, quizá, tampoco quería darme cuenta...

   Hasta que, en el último arrebato de desesperación, la solté. De golpe. Sin miedo. Y contemplé cómo se hundía sin ningún tipo de nostalgia o pesar... Y reí. Reí muy fuerte. Dejé que el aire inundase mis pulmones con mi risa, mientras mis extremidades alcanzaban juntas mi cercana salvación.



   Esa es la historia que quería contarles. Esa fue mi revelación. Me afanaba en agarrarme a algo que me hacía daño, a algo que me estaba ahogando y me impedía avanzar. Me agarraba al miedo de perder algo que ya había perdido... o que quizá ni siquiera nunca tuve... Y cuya descarga me liberó.

   No espero que nadie me aclame ni recuerde por ello. No espero una gran fiesta ni grandes homenajes... Ni siquiera espero que recuerden mi nombre ni mi historia. Yo sólo pretendía contarla. Hacerles pensar un poco y después seguir adelante: guardando lo que es importante y soltando sin reparos todo aquello que, en el fondo, me acabaría quemando por dentro.



   Buenas noches, amigos.

   Santiago Ferrer Ordóñez